“I don’t believe you”

Estaba ya metido en la cama cuando reparó en una notificación de una de las apps de almacenamiento de fotos de su móvil, la típica de “hoy hace un año de…” Y de entre las fotos y memes que se habían guardado en la app doce meses antes, destacó una foto de Ella, concretamente de su outfit, porque aunque no se le veía la cara, podía reconocer aquella figura, aquel ombligo y aquella mariposa tatuada entre un millón de personas. El caso es que le extrañó tener aquella foto, y no se le ocurrió mejor idea que la de entrar en el chat privado que compartían y volver a los mensajes que se habían cruzado justo un año atrás, para ver si se la había enviado Ella. Y claro, fue un grave error…

La foto estaba allí, era su outfit para las cañas. Y también estaban sus mensajes anunciando que llegaba a su casa y asegurándose de cuál era el piso, y entonces recordó que aquel día habían estado juntos, que habían hecho suplicar piedad a su cama, que se habían tomado las cervezas después, que se habían escrito a lo largo de todo el día, que se pensaban el uno al otro sin poder evitarlo.

Y mientras hacía fuerza por contener las lágrimas, de entre las 241 canciones que había en la playlist, salió aquella de P!nk que decía “I don’t believe you”, y se le cayó el mundo encima. Porque como había leído apenas un rato antes, las personas son lo que hacen, no lo que dicen.

Perplejo

Tal y como se había imaginado desde un principio, aquella nueva luz que había aparecido de la nada se había apagado de repente y sin explicación, dejándole perplejo y sin saber de qué lado le había llegado volando el hostiazo.

Y aún así, había logrado sacar varias cosas en claro: la primera, que tenía que volverse mucho más duro, desconfiado e insensible; la segunda, que aunque aquel camino se hubiera cortado de repente, no tenía sentido volver atrás; y la tercera, una maldita canción que no dejaba de martillearle y que debería haber descubierto por Ella, y no por alguien sin importancia.

Alguna

Sabía muy bien que el peligro estaba en las canciones, y por eso estaba poco a poco renovando sus playlists, sus grupos, sus estilos… Hasta que su hija ponía sin saber alguna canción indebida, alguna de las que no hacía tanto Ella le dedicaba a él, de las que le escribía que no podía dejar de escuchar. Alguna de las que Ella ya parecía haberse olvidado.

Alguna de las que se sentían como un gancho al hígado que te hacen puede el combate al instante. Alguna como Remedy.

Irrompible

Allí estaba, con otra larga sesión de bourbon por delante, con la misma sensación de pérdida y tristeza que siempre que se separaba de Ella, con la misma desazón por no poder estar más tiempo con Ella, con la misma ansia de estrecharla entre sus brazos y estrellarse contra sus labios.

Pero la primera canción que sonó en sus auriculares hizo que algo cambiase aquella noche. La había guardado semanas atrás, y era la típica canción sobre la chica frágil e indefensa a quien el cantante iba a cuidar y proteger hasta convertirla en irrompible. Pero él se dio cuenta de que se identificaba más con la chica que con el cantante, y se convenció de si había alguien que “necesitaba cerrar los ojos mientras alguien cerraba sus brazos a su alrededor hasta convertirle en irrompible”, era precisamente él.

Así que frunció el ceño, apretó los dientes, y dio por terminada aquella recaída, convencido de que tenía que ser la última: si Ella quería silencio y distancia, eso era lo que tendría; si él le importaba o no, si le quería tener cerca o no, era algo que Ella tendría que demostrar; su amor por Ella nunca iba a desparecer, pero dejaba de ser gratis desde aquel mismo momento. Porque al final se convenció de aplicarse el, consejo que tantas veces Le había dado: antes él que nadie.

Aunque era consciente del océano de lágrimas que tenía por delante, de que la añoraría y continuaría con los millares de conversaciones con Ella en su cabeza, de que nunca nadie podría estar a Su altura, decidió que o cumplía su propósito de Año Nuevo o se dejaría la vida en el intento. Iba a dejar de buscarla, de retorcer su vida por verla, de esperar algo que nunca iba a llegar.

Iba a buscar nuevos horizontes aunque fuese lejos, aunque significase resetear su vida del todo. Iba a convencerse de que había un mundo más allá de Ella, por mucho que le doliese. Iba a convencerse de que, además de Ella, él tambores era irrompible

Quédate

Ella le preguntó si seguía con la idea de marcharse y empezar de cero en otra ciudad, y él no supo qué contestar: porque Ella estaba allí, a su lado, y no parecía existir nada ni nadie más en el mundo, resplandeciendo como una estatua de oro puro, apoyándole con firmeza en su discusión con un camarero gilipollas, buscando sus ojos con insistencia, electrizando su piel con cada leve roce; pero también estaba aquel silencio incómodo que significaba “te echo de menos pero no puede ser”, estaba el tener que guardar las distancias y las apariencias, la decepción de verla obligada a marcharse antes de tiempo cuando Ella quería quedarse, la sensación de estar perdiendo el tiempo al intentar conectar con cualquier otra, el vacío tremendo de volver a casa sin saber cuánto tiempo iba a pasar sin verla o sin saber nada de Ella.

Así que, aún tumbado en la cama en la mañana de otro domingo abrumador, pensó que debería haberle respondido que sí, que se iba a marchar, porque ya no podía soportar más estar sin Ella. Pero mientras empezaba a sonar en sus auriculares la canción de comerse arrancándose a besos las edades y terminar aquel puto domingo follando como animales, asumió lo que ambos ya sabían: que mandaría todos sus planes al infierno en cuanto Ella le dijera “quédate”.

Estribillo

Aquel día su cantante favorito había posteado en sus redes el estribillo de la canción que él llevaba dedicándole a secretamente a Ella más de tres años, aquella que decía que “si era por Ella, a él no le importaba suplicar una vez más, que Ella le diera aliento, y vida al respirar“, y él no había dudado ni un instante en repostear la canción.

Así que, después de una sesión especialmente generosa de bourbon en su balcón y unos cuantos tumbos a oscuras por la casa, se metió como pudo en la cama y, mandando al infierno sus principios y sus propósitos, se puso la canción en bucle dispuesto a quedarse dormido regodeándose en Su recuerdo. Total, si la resaca ya iba a ser de órdago al día siguiente, ¿qué más le daba añadir una pizca más de culpa, abatimiento y remordimientos?

Imborrables

Estaba preparándose la cena con música aleatoria, ni siquiera tenía puesta una de sus listas, cuando saltó el tema “Lover”, de Taylor Swift. Era una de aquellas canciones que tenía que evitar a toda costa, porque justo por esa canción Ella le llamaba “lover” un año atrás. Y claro, ahora se le hacía un nudo en las entrañas cada vez que sonaba.

Aquella noche la dejó sonar, sin saber muy bien por qué, al tiempo que pensaba en qué sentiría Ella cuando sonaran aquellas canciones que tanto les habían unido. Porque Su silencio podría ocultar muchas cosas, pero una canción especial siempre era una canción especial, y los sentimientos y recuerdos que traía consigo eran imborrables.

Besar el suelo

Llevaba muchos días sin escribir, y no era porque no pensara en Ella, que lo hacía. Era porque se había convencido de una vez por todas de que su historia con Ella se había acabado, y que no tenía sentido continuar dándole vueltas. Por eso, había seguido Su ejemplo y se había encerrado en su propio caparazón, esforzándose por dejar fuera todo lo que pudiera hacerle volver a añorarla: canciones, memes, reels, películas, libros, lugares, recuerdos… Todo, incluso su Refugio, que se había terminado convirtiendo en un diario sobre Ella más que en un descanso para él. Y seguir escribiendo sobre lo poco (o nada) que sabía de Ella, los escuetos mensajes que se habían cruzado en las últimas semanas o que las luces de Navidad del vecino no habían vuelto a encenderse no contribuía sino a hacerle más daño en vez de aliviarle.

Pero al día siguiente iban a comer juntos, iban a dedicarse al “mendingueo” como tantas veces, y en cuanto el alcohol empezase a hacer su trabajo sabía que volverían las miradas, los momentos, los roces y las ansias. Y no sabía si estaba preparado para aquello, para no volver a caer en el juego, para no responder a cada gesto de Ella, a no desearla con todas sus fuerzas, a no volver a intentar convencerla de que juntos serían invencibles.

Así que, después de muchos días, se armó de auriculares y bourbon, desafió al frío de la madrugada otoñal y se salió a su querido balcón, a buscar las palabras con que expresar el miedo que le daba verla de nuevo y, como decía la vieja canción, besar el suelo otra vez.

Qué bien

Qué bien le sentaba que su móvil vibrara y fuese alguien contándole las ganas que tenía de verle; qué bien que, como decía la canción, alguien se hubiera puesto en medio de repente; qué bien que hubiera de nuevo manos que le buscaban, labios que le curaban, susurros que le encendían y respiraciones que se entrecortaban; qué bien volver a sentirse interesante, querido, atractivo y deseado.

Y que mal que fuera otra persona y no Ella.

Odiar

Había perdido la cuenta de las veces que había escrito cuánto odiaba los domingos. Pero, durante un breve lapso de tiempo, disfrutó escuchando aquella canción maravillosa que hablaba de “terminar nuestros domingos follando como animales”, y parecía que la jornada se le hacía menos larga y deprimente.

Ahora, después de un verano realmente criminal al que aún no sabía cómo estaba sobreviviendo, la canción había perdido todo su significado, y él volvía a odiar los domingos con más fuerza que nunca.